El término «testamento vital» nació en 1967, gracias a un abogado de Chicago, haciendo referencia a un documento en el que una persona pudiera indicar su deseo de que no se le aplicara un tratamiento en caso de enfermedad terminal.

Posteriormente, un informe de la Comisión del presidente de los Estados Unidos, en 1983, sobre el tratamiento para sostener la vida extendió lo que se llama “el perjuicio ocasionado por la retórica vacía” a propósito de la vida y la muerte. En dicho informe se mencionaban confusiones entre la vida y la muerte debido a eslóganes y palabras clave como “derecho a morir”, “muerte con dignidad”, “calidad de vida”, etc., cuyos significados han pasado a ser irremediablemente imprecisos: “En años recientes muchos han intervenido en defensa del derecho a morir con dignidad de los pacientes. Se puede y se debe hacer mucho para asegurar que a los pacientes se les trata con respeto e interés a lo largo de la vida”.

Por lo tanto, se debe tomar con mucho cuidado la expresión “derecho a morir”, en la que está sustentado el testamento vital e intentar ser claros sobre lo que significa e implica realmente. Parece que la idea de una muerte tranquila, apacible, sin dolor, etc., es algo bastante atrayente a cualquier ciudadano de nuestra sociedad actual. El respaldo de la firma de un documento cuando nos encontramos en plenas capacidades psíquicas o el derecho de nuestros allegados para decidir por nosotros, parece el camino para conseguir esta meta. Pero, aunque la dignidad es un valor que podemos reclamar como propio, no es único y exclusivo, sino comunitario, y la interacción de los cuatro principios de la bioética parece darnos la clave para ejercer nuestra dignidad sin alterar la de los demás.

La dignidad como un valor superior de la persona ha estado, desde el principio de los tiempos, presente de forma consciente o latente, en los pensadores de las más diversas tendencias. A pesar de ello, no siempre se ha conseguido deslindar su significado. La dignidad de la persona implica una determinada concepción del ser humano y supone el reconocimiento de su calidad como tal por el mero hecho de serlo. Esta primera afirmación, en sí misma insuficiente, ha generado el ya tradicional reconocimiento de la superioridad de la persona frente a los demás seres u objetos. Esa doble proyección de superioridad-igualdad la posee todo ser humano con independencia de sus circunstancias personales y sociales, de sus capacidades físicas o mentales y de su propia conducta.

En ocasiones, la dignidad humana ha sido puesta por delante de la propia vida, sobre todo en el contexto de la proximidad de la muerte, como derecho a una muerte digna. Aunque tal opción es admisible y deseable (morir dignamente), no se puede generalizar su entendimiento y ha de resolverse en cada caso concreto, considerando el modo en que incide el derecho a la vida y otros derechos básicos.

Actualmente, entendemos como documento de testamento vital, directrices anticipadas o últimas voluntades, aquel en el que una persona manifiesta su voluntad sobre los tratamientos que desea o no recibir, en caso de padecer una enfermedad irreversible o terminal que le lleve a un estado que le impida expresarse por sí misma. Dependiendo de la comunidad autónoma que lo tramite, también se denomina documento de instrucciones previas o documento de voluntades anticipadas.

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El testamento vital y el principio de autonomía

Una de las notas distintivas de la modernidad es la contraposición entre dos órdenes: el físico y el moral. El físico es el que Johann Gottlieb Fichte llamaría el “no-yo” y se refiere al reino de la naturaleza, y el segundo, el reino del “yo”, el del espíritu. Esto trasladado a la persona haría referencia a lo “heterónomo”, en el primer caso, y a lo “autónomo” en el segundo, siendo éste el propiamente moral.

Durante muchos siglos, los filósofos habían intentado fundamentar la moralidad sobre criterios heterónomos, el más famoso de los cuales ha sido el criterio naturalista: lo bueno es lo que sigue al orden de la naturaleza. Pero, según David Hume, el mundo moderno va a descubrir en ese modo de pensar una grave falacia: la falacia naturalista, donde se pasa del “es” descriptivo al “debe” prescriptivo sin solución de continuidad.

Los pensadores modernos, entre los que cabe destacar a Kant han acabado considerando que todos los criterios heterónomos son insostenibles y que la ley moral sólo puede fundamentarse autónomamente. La naturaleza no es moral ni inmoral, sino amoral: sólo la persona es formalmente moral. Sin embargo, es evidente que hoy en día se usa el término autonomía en un sentido más amplio que el kantiano y es que se puede ser autonomista sin haber leído a Kant. La autonomía puede ser considerada una facultad o condición sustantiva de la realidad humana. Pero puede también ser vista, de modo más simple, como un acto: el acto de elección autónoma.

El principio de autonomía significa el reconocimiento de la libre-autónoma decisión individual sobre sus propios intereses siempre que no afecte a los de un tercero o el respeto a la posibilidad de adopción por los sujetos de decisiones racionales no constreñidas. Supone, por tanto, el reconocimiento de actuar de modo responsable, de que cada ser humano tiene el derecho de determinar su propio destino vital y personal con el respeto a sus propias valoraciones y a su visión del mundo, incluso, aunque se tenga la plena convicción de que son erróneas y de que son potencialmente perjudiciales para él.

El conflicto para el reconocimiento de este principio surge cuando el individuo se enfrenta a sus propios intereses, a los de un tercero o cuando en la situación concreta debe negársele ese principio de autonomía. Evidentemente, en este caso el principio no aparece aplicable por carecer de los presupuestos que le dan existencia.

Los americanos Ruth Faden y Tom Beauchamp, en su crucial y célebre libro sobre consentimiento informado, apuntan que las acciones son autónomas cuando cumplen tres condiciones: intencionalidad, conocimiento y ausencia de control externo. En esta línea, podríamos asegurar que el testamento vital parece ser un defensor a ultranza del principio de autonomía: se hace con intención, conocimiento y ausencia de control externo y parece no defender otros que los propios derechos, en principio. Pero es cierto que no todos los casos son tan claros. ¿Qué ocurre cuando se decide por otra persona porque ésta tenga sus capacidades mentales mermadas o sea un recién nacido? ¿Realmente se tienen en cuenta los intereses exclusivos de la persona?

Parece lógico que el derecho a rechazar un tratamiento, incluso un tratamiento que salve o prolongue la vida, no se pierde cuando el paciente sufre una disminución de sus capacidades o aunque pierda su capacidad mental para la toma de decisiones. La acción de un sustituto en representación de los deseos del paciente se denomina “juicio suplente” y significa que el sustituto suple al paciente incapacitado, proporcionando el juicio que él cree que el paciente habría hecho sobre sí mismo si hubiese tenido capacidad para ello. Siendo ésta la verdadera razón, estando el tutor legal perfectamente informado y no bajo un estado de estrés emocional; y ésto no parece ser tan claramente aplicable siempre.

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El testamento vital y el principio de justicia

Algunos han visto la admisión del derecho a morir como el primer paso en una pendiente resbaladiza que terminará inevitablemente en algo como el programa de eutanasia nazi en 1930, cuando 275.000 personas fueron juzgadas con una base “objetivamente científica” como “socialmente inútiles” y, en consecuencia, asesinados por personal médicamente cualificado en hospitales y sanatorios. El personal sanitario cualificado no ordenó matar a esos pacientes, dio permiso para hacerlo. Estos centros fueron el prototipo de los campos de exterminio posterior para judíos y otras personas “radicalmente inferiores”, pero un derecho a morir que se basa a todos los niveles en la autonomía moral de la persona está totalmente en contra de esta postura. Por tanto, en la sociedad liberal cualquier legislación que dé expresión al “derecho de morir” debe estar en relación esencialmente con el derecho autónomo de la persona a controlar el final de su vida.

La condición del humano como ser racional implica la autonomía moral, en el sentido de la conciencia valorativa ante cualquier norma y cualquier modelo de conducta y de esfuerzo de liberación frente a interferencias o presiones alienantes y de manipulaciones cosificadoras. Es decir, que la libertad es inherente a la dignidad de la persona, que es dueña de sí misma. Esta autonomía moral permite derivar, por su parte, la idea de diferenciación de cada individuo de los demás seres humanos y de su correlativa identidad como ser único.

En su proyección jurídica, el respeto a la dignidad humana lleva consigo la idea de “legitimación democrática”, y significa al mismo tiempo su reconocimiento como principio material de justicia, previo al Derecho positivo, que no admite ser tomado como un interés más en el marco de ponderación de intereses allí donde ha surgido un conflicto entre varios; de tal forma, que se ha llegado a afirmar que “el Derecho tiene ya fuerza obligatoria por su mera positividad, por su virtud de superar el bellium omnium contra omnes, la Guerra Civil, pero en caso de infracción grave del principio material de justicia, de validez a priori, del respeto a la dignidad de la persona humana, carecerá de fuerza obligatoria y dada su injusticia será preciso negarle el carácter de Derecho”. Es decir, que no hay más Derecho que el Derecho positivo, pero no todo Derecho positivo es Derecho.

Es posible conjugar el derecho de autodeterminación de la persona para aceptar o rechazar un tratamiento, con el compromiso que adquiere con el profesional que le trata y por tanto, con las recomendaciones terapéuticas de éste, pero sin abdicar de su derecho a decidir su propio destino. Ya el el Papa Pío XII en 1957 dijo: “los derechos y deberes del doctor son correlativos a los del paciente. El doctor, de hecho, no tiene un derecho separado o independiente en lo que concierne al paciente explícita o implícitamente, directa o indirectamente, le da permiso”.

No cabe duda que deberíamos matizar la relación entre paciente y profesional sanitario. Ya que de por sí, los médicos y las enfermeras están moralmente obligados por su preparación y por cumplimiento de los códigos de su profesión a actuar en interés del paciente. Pero no hay que olvidar que, respetando el principio de autonomía y justicia del paciente, debemos tener en cuenta que los profesionales sanitarios tienen su propia autonomía personal y existen casos reales relacionados con el testamento vital, que pueden hacer sentir a los profesionales sanitarios tal autonomía en entredicho, por eso, es muy importante que su autonomía sea también respetada.

Un ético médico norteamericano de apellido Weir se interesó principalmente en las decisiones que afectaban a los neonatos con minusvalías, (aunque decía que también es aplicable a otros pacientes). Decía al respecto que los que toman las decisiones deberían tener información y conocimientos relevantes, ser imparciales, no estar bajo fuerte estrés emocional y ser consecuentes. Los padres sólo tienen derecho «prima facie» a tomar decisiones por su niño. El médico, tiene también, de acuerdo con Weir, un derecho a tomar parte en el proceso de toma de decisiones, pero debe ser sometido su criterio y el de los padres a un comité especial compuesto por un médico, una enfermera, un defensor del paciente, un defensor del padre, un ético, un trabajador social y un abogado.

Por otro lado, parece ser que en determinados casos se admite que pueda ser lícita la intervención en detrimento de la autonomía individual con el apoyo de otros principios:

  • Principio del daño: la restricción de la libertad de una persona está justificada para evitar daños a terceros inferidos por esa persona.
  • Principio del paternalismo: la restricción de la libertad de una persona está justificada para evitarle daños causados por sí misma desde el entendimiento de esos daños por el tercero que interviene.

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El testamento vital es un documento para dejar instrucciones sobre los cuidados médicos que deseas o no recibir los últimos días de vida a causa de una enfermedad física o mental irreversible y si ya no puedes expresarte. Podrás nombrar a los representantes que actúen como interlocutores y liberar así a tus familiares de la toma de decisiones en momentos difíciles.

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El testamento vital y el principio de beneficiencia

Hay ciertas situaciones de las personas, como cuando se encuentran inconscientes, con alteraciones psíquicas, recién nacidos, etc., en las que no es aplicable, al menos en primera instancia, el principio de autonomía. En estos casos, puede tener cabida el principio de beneficencia, que determina la actuación de un tercero en el mejor interés del afectado, de acuerdo con las propias concepciones de éste. En teoría, parece claro y aceptable, pero la realidad es que puede ser difícil elegir entre autonomía y beneficencia cuando ambas entran en juego.

En una situación de urgencia, cuando los deseos del paciente no se conocen con claridad, es una práctica general seguir el principio de proporcionar el mayor beneficio al paciente en términos de un juicio médico o enfermero razonables. Por otra parte, cuando los deseos del paciente se conocen claramente o cuando un sustituto del paciente, ante la incapacidad de éste, toma las decisiones por él, el principio de autonomía puede prevalecer éticamente.

Parece, pues, que el desarrollo del testamento vital y su puesta en práctica sería un paso más para favorecer que la autonomía prevaleciera sobre la beneficencia, en caso de duda.

El testamento vital y el principio de no maleficiencia

Si no es moralmente malo en ciertos casos acabar con la vida, no puede ser moralmente malo que una persona ayude a otra a morir. No debería estar penalizado por la ley el ejercicio de este derecho y podría razonablemente pedirse a alguien ayuda para terminar con la vida, bien porque no se proporcione determinado tratamiento o para ayudar a provocar la muerte. Como defiende la filósofa moral inglesa Philippa Foot: “[…] no parece que uno infringiría el derecho de alguien a vivir si le mata con su permiso y de hecho a petición suya […]. Se podría hacer una objeción en la base de que sólo Dios tiene el derecho de quitar la vida pero, religión aparte, no parece que haya un caso que represente una infracción de los derechos, si un hombre que desea morir se le permite morir o incluso que le maten”.

El derecho de la persona a controlar al máximo la manera de morir incluye el derecho a controlar la forma del tratamiento médico y esto, a su vez, dicta la naturaleza de la relación que se tiene con el médico o cualquier otro profesional sanitario. Pero hay que tener en cuenta que si bien nadie tiene derecho a imponer su criterio sobre la vida de otro, en contra de su voluntad, tampoco tiene nadie el derecho de discriminar a un paciente por haber escogido una opción terapéutica que no sea del agrado del equipo asistencial.

La firma de un testamento vital parece salvaguardar del principio de no maleficencia, aunque los valores morales de cada persona pueden hacerles sentir, en ciertos momentos, que están transgrediendo la línea que separa el principio de beneficencia y no maleficencia del de autonomía.

Muy acertadamente, en España ya tenemos la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, también denominada «Ley de la Eutanasia», donde se reconoce el derecho que corresponde a toda persona de nacionalidad española o residencia legal en España que cumpla las condiciones exigidas a solicitar y recibir la ayuda necesaria para morir.

Fuente: Enfermería21, la gran biblioteca de enfermería.

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